jueves, 10 de febrero de 2011

DE COMO TERMINARON LOS GLOBOS



-Qué es poesía?

Pregunto el niño del rincón izquierdo del salón, ese junto a la ventana, durante la última clase de literatura de la semana. En ese momento sus compañeritos, de no mas de 10 años empezaron a hacer sonidos burlones y a unir ambas manos haciendo un corazón entre ellas.

Su profesor, echó una mirada ausente al niño, que ya estaba de mil colores y enseguida se giro dando la espalda a su joven público, y empezó a escribir desbocado en la pared pintada de verde, también llamada tablero. Los niños desconcertados fueron callando poco a poco mientras leían la suerte de frases absurdas que escribía el profesor, tales como “una vaca roja ladrando a la luz de una vela”. La tiza blanca dejó de chirriar y un silencio, casi aterrador para un salón de primaria, reinó en el ambiente.

El profesor con un gesto entre iracundo y burlón miró a sus alumnos y simplemente dijo -La poesía es la forma más sincera de escribir mentiras que no lastimen-. Enseguida se escuchó el timbre que daba la bienvenida al fin de semana. Ese timbre que lo dejó echar a correr, libre, alejándolo por al menos un par de días de su rutinaria docencia.

Precisamente el mismo viernes, antes de entrar a clase, antes de bajar del bus, incluso antes de salir a la calle, abrió la puerta de su casa y justo tenia que encontrar extendidas a lo largo del pasillo: serpentinas! Hubiese deseado que fuera ceniza de cigarrillo, hasta chicle pegado en el pomo de su puerta… pero solamente podían ser serpentinas lo que lo tenia así.

Ese frondio, multicolor, detestable, empalagoso y festivo chiquero había invadido el pasillo frente a su puerta, dejando todo como el cadáver de una fiesta, de una aglomeración de chusma y humores, todos moviéndose al son de estrepitosos ruidos desafinados. Efectivamente, era uno de esos días detestables, en los que sus vecinos desaforados le habían perturbado el ambiente. -No es que sea maniático, es simplemente cuestión de respeto- se repetía mentalmente una y otra vez mientras bajaba en el ascensor hasta la portería del edificio. El celador lo saludo de la manera mas cordial. Se le notaba por encima el sarcasmo en su sonrisa. Era evidente su participación en semejante conspiración en su contra, siendo claramente el la única victima mortal de esa abrupta ofensa.

Camino al bus, un sin fin de palabras inimaginables se le cruzaban por su mente, cosas que le hubiese gustado decir en la situación dicha, o tan solo acciones que lograrían alivianar su… enojo? Pero todo, al final del día daría igual. De todas formas ya era viernes…

Durante el día cayó en cuenta que tal vez era la primera vez que dedicaba parte de su tiempo a hacer una reflexión acerca de su ritmo de vida. Podía reflexionar en torno a la organización específica que se le daban a los productos del supermercado, o al orden con el que guardaba los recibos de pago en el fuelle de papeles importantes. Podía analizar la lógica con la que la gente elegía la silla del bus en la que se sentaba, pero jamás había dedicado algunos minutos a la introspección.

No era el típico profesor de recibir manzanas durante sus clases. No era el típico consejero estudiantil que todos en la sala de profesores pretendían ser. Lo tenía claro, casi tan claro como su almuerzo diario. Tampoco lo buscaba, no era una prioridad para el. Impartir literatura simplemente era su oficio, pero sin ir mas allá con esos ideales románticos que comprometen el oficio en las aulas de clase. No era indispensable. Sabía que tan solo consistía en la entrada que lo alimentaba. -Eso es todo- musitaba mientras se convencía de vender su alma al diablo.

Algunos dirían que era una persona vacía, muerta por dentro. Otros asegurarían que era un amargado sin remedio, un falto de mujer, de calor de hogar. Algunos, sin juzgarlo, ni justificarlo, tan solo dirían que era un maniático que despertaba curiosidad. También sabía quien lo pensaba, lo sentía en sus miradas. Siempre habían miradas, fuera de intriga, de burla, hasta de lástima. Pero siempre estaban atacándolo como proyectiles. Palabras? Jamás. Las palabras no circulaban, se quedaban libres al vacío. No llegaban, o tal vez no salían. Pero daba igual. Ese no era su motivo de preocupación.

Retomando, después del timbre -Bendito timbre! Días como este más que en otros- siempre pasaba por el mismo parque. Igual. Siempre el mismo. Fuera lunes o domingo. Siempre igual. Lo odiaba. A medida que disminuían los pasos para acercarse a ese punto, su sangre bullía con mas fuerza, las manos comenzaban su típico sacudón (del cuyo motivo no estaba seguro). Sin embargo, ahí estaba, a menos de una cuadra. Semáforo en rojo, peatones apurados caminando atropelladamente sobre la cebra, desprendiendo el típico almizcle de tarde lluviosa. Algarabía, desenfreno. Niños corriendo, Globos.

En sus tardes más optimistas soñaba con destruir –sin saber si con una bazuca o con un alfiler- tanto bullicio en torno a ese contenedor de helio a base de latex. Cortar de raíz toda esa pelotera que giraba en torno a una insignificante pipeta de helio. -Qué es acaso eso tan emocionante, a un extremo casi diabético que atrae tanto a “grandes, muy grandes o chicos?-.

Mientras buscaba adentro suyo respuestas, soluciones y encontrando solo más y más preguntas, se le habían agotado los pasos y ya se ubicaba en frente de ese viejo y oxidado portón marrón, que le extendía los brazos recibiéndolo una vez más.

Pero ese día, en particular, curiosamente los acontecimientos no se daban igual que todos los otros días, tan comunes y corrientes, en los que pasaba por allí. No era un día especial. Definitivamente no cumplía el años, no los cumplía alguien cercano… había alguien? Era un día intrascendental a simple vista, nada de aniversario o fiesta local, aparte de la normal para un viernes.

Pero, a veces sucede que algo hace “click”. Al menos ese viernes sucedió. Se dio cuenta que estaba harto. Desesperado, al límite iracundo. No aguantaba más. Esos niños insoportables y que decir de los vecinos desconsiderados. La bulla. -¿Porqué tanta bulla, siempre?-. Algo debía haber por hacer. Una solución, un remedio, la cura.

Mientras en su mente se golpeaba contra las paredes, gritaba, rompía cosas y quemaba otras tantas –porque a pesar de ello seguía sentado en la mesa del comedor, cuan rígido podía estar, como siempre, en un mutismo absoluto- comprendió que pese a no ser ese su estilo, era el momento para proclamar que debía tomar cartas en el asunto.

Otros hubiesen dedicado su fin de semana a embriagar sus penas, odios y desamores. El en cambio, de la forma más fría y calculadora ideaba un plan para manifestar su colérico estado de ánimo. Sacó del empolvado cuarto de sanalejo una rechinante escopeta, que por supuesto era prestada. En compañía a un roído libro de bocetos Da Vincescos la intervino, con la idea de crear el arma más letal posible, que su mente en el climax del odio podría recrear.

Claro está que desconocía la existencia de arma yetas, bombas molotov, y una bazuca le venía siempre a la mente porque el nombre le sonaba particularmente simpático y perturbador a la vez. Sin embargo estaba dispuesto a ser el hombre más bélico para destruir al menos algo de todo ese cúmulo de razones que le hacían su vida tan miserable.

Ese sábado después de desarmar (cosas desarmables para este fin…). Después de construir el peculiar y letal artefacto, vislumbró el paso a seguir. Ahora sabía que debía hacer.

La mañana siguiente, con firme determinación se encaminó hacia el repulsivo parque. Su empalagoso ambiente de cálida mañana dominguera embriagaba a todo transeúnte que cruzaba por la zona. Olores, espacios, risas, colores. De nuevo, entre la bulla y el alboroto su temblor incontrolable ya era cada vez mas notorio. Metió la mano dentro de la chaqueta, mientras tenía la otra dentro de la mochila que portaba el calmante de su agonía.

Treinta pasos, un tumulto de gente, la pipeta, el y los globos. Malditos globos. Cinco minutos y un movimiento rápido.

Todo sucedió con tal velocidad que se torno irreal, casi imperceptible. Había detectado su diana, había hecho su maniobra, y la escopeta intervenida estaba apuntando su blanco. Había traspasado su temblor incontrolable a Domingo.

Pobre Domingo.


MariaK Rodríguez

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